Por Oliva Cachafeiro Bernal
La destrucción deliberada del patrimonio cultural durante un conflicto bélico no es una novedad. Su utilización como herramienta de exterminio de la memoria de un pueblo se remonta a la Antigüedad, pero es sobre todo durante la Segunda Guerra Mundial cuando el patrimonio se convirtió en objetivo militar. En ese contexto se redacta la primera normativa específica sobre el tema: la Convención de La Haya para la protección de los Bienes Culturales en caso de conflicto armado (1954). De esta manera la UNESCO creaba un marco normativo en el que se establecía la responsabilidad moral y jurídica de los Estados partes para proteger, prevenir y luchar contra los daños causados por conflictos armados en el patrimonio. En la Convención se indica expresamente que los “ataques a los bienes culturales, constituyen ataques al patrimonio cultural de la humanidad en su conjunto, ya que cada pueblo aporta su contribución a la cultural mundial”.
¿Qué se pretende con la destrucción de edificios, monumentos, museos, bibliotecas o archivos? Fundamentalmente acabar con la memoria del enemigo y con su identidad colectiva e individual. El patrimonio representa la plasmación de la historia de una comunidad, refleja sus valores, creencias, experiencias, y su eliminación implica la pérdida irreparable de todo esto junto con una sensación de desarraigo e incluso orfandad emocional. Es el denominado “memoricidio” que la UNESCO define como “la destrucción intencional de bienes culturales que no se puede justificar por la necesidad militar” (PALOMERA, 2015: 1).
Hay que tener en cuenta que en realidad el concepto de patrimonio cultural es reciente. Se conviene en que surge en el siglo XIX, coincidiendo con la formación de los “estados” y la toma de conciencia de la necesidad de protección y preservación de los vestigios de estos. Se trataba entonces de una visión limitada, centrada en el aspecto monumental y artístico, enriquecida con la suma del concepto de valor cultural ya en el siglo XX. Entonces se incluyen también dentro del patrimonio tanto los bienes muebles e inmuebles como las instituciones encargadas de su conservación y exposición, así como los centros monumentales. Esa concepción más amplia aparece ya en la Convención de la Haya, donde figura por primera vez el término “bien cultural”. Sin embargo seguía tratándose de una concepción elitista que se intentó paliar, a partir de los 70, con la “democracia cultural”. Su objetivo: situar el punto de atención en el valor social del patrimonio, poniendo éste al servicio del ciudadano y facilitándole el acceso. Por ejemplo la Ley General de Patrimonio Histórico de España (1985) “[…] tiene muy en cuenta este factor al confirmar el valor relativo del patrimonio y su ineludible significación social” (LLUL PEÑALBA, 2005: 201). Las consecuencias de ello, llevadas al extremo, en ocasiones no han sido muy positivas, llegándose al consumo masificado e incluso a la turismofobia.
Esta es una de las amenazas actuales al patrimonio: la sostenibilidad y conservación. Pero existen otras como su utilización mercantil (especulación inmobiliaria); las catástrofes naturales; y la manipulación política (uso propagandístico, el control del territorio, la imposición de una determinada concepción urbanística que condicionará la vida de la comunidad –gentrificación–).
Y 70 años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, además la amenaza bélica ha resurgido. La destrucción de monumentos milenarios en Siria (Palmira y Alepo), Iraq (Nínive), Libia, Yemen o Malí (Tombuctú), pone de relieve la fragilidad del patrimonio cultural. Éste se ha convertido no sólo en víctima sino también en arma de guerra. La razón es que además de su valor material, es un símbolo. Crea identidades y representa valores universales. Su destrucción rompe la memoria del pasado y del futuro de una comunidad. La gravedad de la situación ha llevado a Irina Bokova a hablar incluso de “limpieza cultural (LIZARANZU, 2016: 10).
Ante la situación de emergencia actual, de nuevo la UNESCO ha planteado la necesidad de una estrategia global destinada a proteger el patrimonio amenazado. ¿Serán eficaces estas medidas? ¿Los países se comprometerán a colaborar o sus intereses políticos, económicos y estratégicos prevalecerán sobre los culturales? Los resultados están por ver. Además hasta ahora pocas veces las denuncias por destrucción del patrimonio cultural han llegado a instancias internacionales. La primera señal de un posible cambio llegó en 2015 con la sentencia del Tribunal Penal Internacional condenando a 9 años de prisión a Ahmed al Faqi al Mahdi por la destrucción de mausoleos en Tombuctú. Este delito fue considerado como un crimen de guerra y parece marcar un punto de inflexión. Pero ¿será así? Para lograrlo es imprescindible el compromiso de todos los países y la implicación de la propia sociedad. No obstante muchos expertos siguen pensando que esto no es suficiente. Es el caso de José Luzón, quien afirma: “Nunca he creído que esos tsunamis destructores se puedan parar desde la UNESCO ni desde ningún sitio. Los motivos de destrucción son mucho más poderosos” (GARCÍA RAMOS, 2015).
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